En la escultura de Jorge Romero lo primero que percibimos es su vocación monumental y es que en ella la síntesis, la simplicidad, la concreción formal parece ser la constante.
Cuando apreciamos en ella ese inevitable camino hacia el estilo y toda la complejidad que esto entraña, vemos la severidad como lógica, por lo que al remontarse en los vericuetos de ese camino, es como si no quisiera apartarse demasiado del punto de partida: la materia y su progresiva transformación en la masa escultórica, con sus infinitas posibilidades y sugerencias, en ese permanente diálogo con el espacio. Quizás de ahí esas contenciones a la textura, el color y el movimiento.
En esa ruta que traza el quehacer de Jorge, nos cuesta trabajo encontrar predominios ya sean orgánicos, ya sean geométricos, y si nos encontramos con sugestivas estructuras expresivas, que con los legítimos recursos que el lenguaje mismo de la escultura nos ofrece, enriquecido por una inteligente experiencia de las complejidades de la expresión contemporáneas, lo lleva a su propio camino. Y es el disfrute de esa inteligente experiencia que es la obra de Jorge, lo que nos mueve a una cita de un notable crítico de la escultura:
“Para entregarse a la escultura es necesario amar el oficio más que el éxito. Es un error creer que el escultor carece de lirismo, él también canta y modula admirablemente. Pero comunica su música nada más que a sus íntimos, jamás grita. Cuanta poesía en su trabajo lento, en su amor del bien hacer, y mucha modestia”.
La obra de Jorge Romero es entre nosotros una verdadera conducta escultórica. (A. Alejo. 2001)